Programa de Campaña “Vamos por los Derechos”
Puntos 1 y 2: Frente
amplio por una paz estable y duradera
La guerra también ha sido una modalidad de organización económica como efecto de la apropiación de recursos por parte de empresas colombianas y, especialmente, multinacionales, al amparo de los acuerdos de inversión firmados por Colombia en el marco de múltiples tratados de libre comercio, especialmente con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.
1. De la doble condición de la guerra en Colombia.
Una de las características más dramáticas de la historia de
Colombia es la atávica y perenne situación de guerra en que se ha visto inmersa
desde su surgimiento como nación independiente. Durante ya más de dos siglos,
oleadas de enfrentamientos armados de diversa índole han devastado, de manera
cíclica, los recursos disponibles, las capacidades de desarrollo económico y,
por sobre todo, la vida, la dignidad y las esperanzas de cientos de miles, y
aún millones, de habitantes de nuestro país, en una vorágine de muerte,
desplazamiento y destrucción que llega hasta nuestros días, y que ni ha sido
casual, ni debe pasarse de lado en una propuesta de transformación del país y
de dignificación de sus habitantes.
Cuando desde nuestra campaña manifestamos que la persistencia
de la guerra no es producto de la casualidad, con ello queremos poner de
relieve que, a pesar de la vasta estela de desolación que la violencia ha
dejado a su paso, existe un grupo, minoritario sí, pero bastante poderoso, que
ha hecho de los usos de la guerra su particular forma de acrecentamiento de
poder económico, político y cultural, que se beneficia del abandono de las
tierras por los desplazados, que en cada sitio desolado crea nuevos negocios,
agro-negocios, narco-negocios y minero-energético-negocios, entre otros.
De tal suerte que, considerando la paz estable y duradera
como la piedra angular de la transformación social que requiere el país, y la
organización de un frente amplio y popular por la paz como la columna sobre la
cual sostener los esfuerzos para alcanzar dicha paz entendida como garantía de
derechos para todas y todos, partimos de la consideración de la guerra en la
doble condición o dimensión en que se ha manifestado en Colombia.
a) La guerra como forma de organización económica: La guerra ha sido, en primer lugar,
una forma de organización económica de la sociedad. Esta condición, más que una
excepción, ha sido la regla histórica, pues todas las naciones desarrolladas
han forjado su bienestar en la expoliación de recursos naturales, mano de obra
y materias primas de los países conquistados y sometidos. De la misma manera,
en el caso colombiano la regla ha devenido uso y costumbre, o más
explícitamente, en una forma de apropiación y acumulación de riqueza. Es así
que, tras cada ciclo de guerra civil que ha vivido el país (porque, aunque la
violencia ha sido una constante casi matemática, existen periodos de alta
intensidad, lo que confirma el carácter oprobioso del fenómeno en nuestro
estado), se ha reconfigurado el mapa de propiedad territorial, con una
particularidad: siempre hacia la mayor y más extensa concentración de la
propiedad de la tierra por parte de las élites económicas, políticas, militares
y paramilitares del país. De resultas de esto, y en una primera aproximación,
la guerra ha devenido una estrategia de acaparamiento de tierras, en la primera
de las modalidades de la violencia como forma de organización económica de la
sociedad, y las cifras de organismos oficiales, que hablan de más de 6 millones
de hectáreas de tierras arrebatadas a los campesinos durante el último ciclo de
violencia (de 1.983-4 hasta nuestros días) así lo confirman[1].
En una segunda variante, la guerra
también ha sido una modalidad de organización económica como efecto de la apropiación
de recursos por parte de empresas colombianas y, especialmente,
multinacionales, al amparo de los acuerdos de inversión firmados por Colombia
en el marco de múltiples tratados de libre comercio, especialmente con Estados
Unidos, Canadá y la Unión Europea. En esta segunda modalidad, lo que ha primado
es el desplazamiento forzado como paso previo hacia la “concesión” (léase
regalo) de los recursos minero-energéticos del país a grandes empresas
foráneas, entre las que sobresalen las canadienses.
Los resultados saltan a la vista:
vastas concesiones sobre recursos tales como el oro, carbón, petróleo y
ferroníquel, entre otros. Las consecuencias para el país han resultado
catastróficas en cuatro niveles: el
económico, por cuanto ha significado la reprimarización de la economía,
pues al aumento vertiginoso de Inversión Extranjera Directa en el sector
minero-energético le ha acompañado el desmantelamiento paulatino de la
industria colombiana; el laboral,
toda vez que el modelo de acumulación capitalista que ha acompañado este saqueo
rampante de los recurso naturales se ha apuntalado en la flexibilización
progresiva de las condiciones laborales, en la precarización del trabajo para
maximizar los márgenes de rentabilidad de las multinacionales, a través de la
intermediación laboral (léase tercerización) que, tras la negación del contrato
de trabajo a término indefinido, ha conculcado derechos tales como: a la
seguridad social y protección frente a riesgos profesionales, a la pensión, el
pago de horas extras, vacaciones remuneradas y primas legales, en fin, de todo
el haz de derechos que acompañan una relación laboral formal, y que ha brillado
por su ausencia en la situación de los trabajadores de este sector económico; el ambiental, dada las grandes
afectaciones que el modelo extractivista ha tenido para la fauna y flora, por
el vertido de tóxico en los ríos y los mares (caso Drummond), por la
difuminación de dichos tóxicos a través de las corrientes de aire, por el uso
de explosivos y, en fin, por el desplazamiento y alteración de los hábitats
naturales; y, por último, el de salud
pública, pues el modelo extractivista apuntalado sobre las bayonetas y
fusiles, y la difusión de dichos tóxicos, aunadas a las extensas y mal
remuneradas condiciones laborales, en condiciones, además, de deficiente
seguridad en el trabajo, han ocasionado la proliferación súbita de enfermedades
en la población asociadas directamente a dicho modelo económico extractivista.
La síntesis de todo ello, tal vez, sea la del reciente informe de la
Contraloría General de la Nación, una de cuyas conclusiones es, precisamente,
que los pueblos mineros viven peor que los cocaleros (sic), mientras los
petroleros apenas si tienen condiciones de vida promedio[2].
Visto lo anterior en su conjunto,
podemos plantear la conclusión, más general, que la guerra ha sido una forma de
organización económica en cuanto, aplicada en forma masiva y sistemática contra
la población y sus formas de organización colectiva (asociaciones campesinas,
sindicatos, agrupaciones artísticas y barriales, movimiento de educadores y
estudiantes, etc.), ha devenido una fuerte tenaza de apuntalamiento del orden
socio-económico vigente, se ha convertido en el bastión fundamental que las
élites del país han usado para mantener sus prerrogativas. En esa medida, la
guerra ha sido el estado de cosas permanente que las clases privilegiadas del
país han implementado para mantener, precisamente, su condición de clases
dirigentes, a tal punto que, en aplicación de tal doctrina y forma de organización
social, han canalizado faraónicos recursos económicos, que han desangrado
sistemáticamente el presupuesto nacional y, con él, la financiación de los
derechos a la salud y la educación, entre otros.
b) La guerra como modo de vida: Un problema adicional, y ciertamente no menor, de la
intensidad y permanencia de un conflicto como el colombiano radica en que,
además de servir de mecanismo de sostenimiento del orden socioeconómico
vigente, genera formas de comportamiento, de pensamiento y prácticas sociales recurrentes
que terminan convirtiendo a la guerra en un modo de vida, en una manera de
regular las relaciones entre las personas, las comunidades y los grupos
sociales, en una “guerra infinita culturalmente asimilada”.
Esta naturalización de la guerra en
las costumbres y prácticas de los individuos y comunidades, naturalmente, hace
parte de la estrategia que los medios masivos de comunicación, propiedad de los
mismos grupos empresariales que han usado la violencia como mecanismo de
enriquecimiento y acumulación, han implementado para mantener la perennidad del
conflicto en el país. No en vano,
los contenidos y formatos en que los medios masivos operan muestran marcados
sesgos ideológicos favorables a la guerra
como mecanismo de ascenso social: las narconovelas, por ejemplo, inoculan
en la conciencia de la gente la idea de la ilegalidad como la forma más rápida
de adquirir riqueza, poder y reconocimiento social, alentando a hombres y
mujeres de todas las clases y generaciones a insertarse dentro de estructuras mafiosas
para “salir del agujero”. Los “reality shows” son, en su mayoría, expresiones
cínicas de vigilancia y control social (caso “protagonistas de novelas”),
invitación a la exhibición y venta del cuerpo femenino (caso “colombia´s next
top model”), o franca burla de las carencias culturales o defectos de la gente,
así como apología y ensalzamiento de la autorridiculización (caso de “Colombia
tiene talento”), entre muchos otros. Los formatos noticiosos, con sus evidentes
sesgos sensacionalistas, invitan a celebrar la muerte de individuos “abatidos
en combate”, por decir lo menos, al tiempo que revictimizan a las víctimas del
conflicto, al presentarlas en sus contenidos como culpables de sus propios
padecimientos, y al ensalzar la guerra como forma de resolución de los
conflictos sociales. Incluso en el ámbito radial, los contenidos parecen estar
sistemáticamente diseñados para introducir, un día sí y otro también, la falsa
creencia de que la violencia, el espectáculo y feriado de cuerpos, unidos al
chiste en su expresión más burda y llena de sesgos machistas, homofóbicos y
revictimistas, son el único escenario de vivencia posible o, cuando menos, el
único socialmente aceptable.
De tal suerte, la mentalidad
colectiva muestra sesgos nítidamente favorables y apologistas de la guerra, que
incitan a los jóvenes de campos y ciudades al desprecio del estudio y la
cultura y a la aceptación del conflicto o su participación en el, como miembros
de grupos armados, como víctimas o víctimarios de matoneo escolar, como presas
de redes de trata de blancas, e incluso, en una cadena que se extiende hacia
fronteras vastas, como enemigos declarados por adhesión a equipos de fútbol
rivales, lo que revela cierta tendencia esquizofrénica en la salud mental
colectiva. Siendo así, parar y revertir esta segunda modalidad de existencia de
la guerra en el país resulta no menos importante que hacerlo con la primera, y
su solución se haya intrínsecamente ligada a la de ésta.
2. Sobre el costo socio-político de la guerra
El escenario descrito en el apartado pasado se resuelve en
datos y cifras que develan una inmensa maquinaria de guerra que, bien
engrasada, ha dejado a su paso efectos devastadores sobre la población en
magnitudes incluso superiores a las de todas las dictaduras militares del cono
sur juntas.
Es así que, según el reciente informe del Centro de Memoria
Histórica, en su libro Basta Ya, el conflicto armado interno, tan sólo en los
años 1985-2013, ha dejado una estela de 220.000 personas asesinadas (y mal
contadas, de seguro), de las cuales 176.000 eran civiles[3],
es decir, sobre todo campesinos (60%), obreros, estudiantes, maestros y
habitantes de comunas que, intentando construir una sociedad diferente,
recibieron a cambio la muerte de quienes no quieren que la pobreza y la
desigualdad sean cosa del pasado, de quienes se alimentan y fortalecen entre
más desiguales sean las condiciones de vida de los ciudadanos del país. Más
escandaloso aún, dicho informe revela que los grupos paramilitares y el propio
Estado son responsables, conjuntamente, del 66.8% de dichos asesinatos, al
tiempo que se desconocen los autores de otro 14.8%.
Para el campo, tal escalada de violencia ha significado una
verdadera tragedia de tintes apocalípticos: 5.4 millones de personas desplazadas[4],
a las que les han sido arrebatadas, en conjunto, 6.6 millones de hectáreas de
tierra, esto es, toda una contrarreforma agraria. No en vano, de 44 millones de
hectáreas agrícolas actualmente explotadas en el país, 40 se dedican a la
ganadería extensiva, mientras que sólo 4 se destinan a la producción
agropecuaria, repartidas (muy
desigualmente) entre 12 millones de campesinos. Tal abandono, o incluso
favorecimiento estatal del estado de barbarie agraria, explica que la pobreza
en el campo bordee el 73%, o sea que 7 de cada 10 campesinos se encuentre en
estado, cuando menos, de pobreza, y cuando más, de abierta indigencia; explica
igualmente que el índice gini, que
mide la desigualdad social, esté en 0.80 en el campo, una magnitud
descomunalmente alta, y que en el Índice de necesidades Básicas Insatisfechas registra
aspectos tales como propiedad y materiales de los que están hechas las casas,
acceso a servicios públicos, cobertura de los sistemas educativos y de salud,
entre otros, sea del 70%[5],
en suma, que para vastas franjas de la población campesina su situación de vida
se encuentre al mismo nivel de los pobladores europeos de la Edad Media; todo
ello explica, en últimas, el enorme malestar social existente en el campo
colombiano, que ha dejado de ser latente, y ha explotado en todas las latitudes
del país, de la mano de las diversas dignidades campesinas y los movimientos de
recuperación y restitución de tierras auto-organizados por los campesinos.
Para el movimiento obrero, el panorama no ha sido más
colorido, sino igual de trágico: en el “encuentro regional sobre reparación
colectiva al movimiento sindical”, realizado en octubre de 2013, el propio
presidente Santos reconoció que, al menos, 13.000 sindicalistas han sido
víctimas de la violencia, entre asesinados y amenazados[6],
de los cuales, como bien se sabe, la cuota más alta la han puesto los
trabajadores de la salud y la educación, fenómeno que encuentra su correlato
explicativo en las contrarreformas de ambos sectores sociales, impuestas a mano
armada para abrir la brecha por la cual introducir las privatizaciones
progresivas de tales segmentos de la “economía” nacional.
Tal vorágine de violencia, como se observa de los datos
mencionados, no ha sido ni “casual” ni fragmentaria, sino que ha tenido un
destinatario bien específico: el pueblo colombiano organizado en sus diferentes
sectores sociales. Si el conflicto colombiano ha sido, supuestamente, el
enfrentamiento entre unos “actores armados”, lo cierto es que la violencia ha
estado nítidamente focalizada en la población civil, y no cualquiera, sino
precisamente el sector de ella que ha luchado por mejorar las condiciones de
vida de la población, precisamente para acabar con las causas económicas y
sociales que nutren cotidianamente la guerra.
El correlato “natural” de tal marasmo de violencia ha sido el
constante incremento del presupuesto militar, destinado al ejercicio de guerra
precisamente para escalar la violencia en niveles crecientes, en lugar de
combatir las causas económicas que la favorecen. Es así como, mientras en el
quinquenio 1989-1993 el gasto militar colombiano promedio, como proporción del
PIB, era del 2.32%, en el periodo 2009-2013 había aumentado hasta el 3.475%[7],
esto es, más de 1 punto del PIB adicional destinado a la guerra en escasos 20
años, que convierten a Colombia en el país de América Latina que más invierte
en la guerra como proporción de su PIB, siendo el monto de tal rubro, en 2013,
de 26 billones de pesos, más de una séptima parte del total del presupuesto
nacional [8],
así como en el país con mayor proporción de pie de fuerza en relación con la
masa laboral disponible, 1.9%, para un total de 440.000 miembros de las fuerzas
armadas del país (a 2011)[9].
Estas cifras descomunales de gasto para la guerra no encuentra correlato en el
gasto nacional (como proporción del PIB) destinado a las actividades de ciencia
y tecnología, que representan un ínfimo 0.18% del PIB. La conclusión no deja
lugar a dudas: en Colombia la inversión en actividades de destrucción resulta
faraónicamente superior a la inversión en actividades de construcción
científica y desarrollo nacional. Luego, no resulta extraño, sino más bien
lógico, el estancamiento y aún retroceso de las condiciones de vida del pueblo
colombiano un año tras otro, y otro, y luego otro más, y así sucesivamente.
Pero dado que, detrás de las cifras estadísticas se esconden
siempre relaciones y situaciones sociales, cabe la pregunta: ¿cuántos
hospitales, escuelas, centros de atención primaria en salud, redes de acueducto
y alcantarillado, conexiones eléctricas y de infraestructura, viviendas y demás
programas de atención social han dejado de financiarse por el desvío de tan
descomunales partidas presupuestales a la guerra? ¿Cuánto podrían avanzar el
país en materia de lucha contra las desigualdades si el gigantesco aparato de
guerra se reorientase a la financiación de los legítimos derechos sociales del
pueblo colombiano? Al hacer el balance socio-político de la guerra, valdría la
pena cuantificar los efectos de semejante derroche presupuestario en materia
militar. Dada la dificultad de calcular tales cifras, dejamos consignado, sin
embargo, que el balance socio-político de la guerra no corresponde sólo a las
cifras de muertos y víctimas de la misma, no sólo a lo que se ha hecho por
destruir, sino también en la que se ha dejado de hacer por construir un país
más equitativo y, visto así, el balance es abismalmente negativo, lo que
justifica, a nuestro entender, nuestra propuesta de frente amplio y popular por
la paz.
3. De la guerra infinita a la paz estable y duradera: el frente amplio por
la paz
Al hacer un balance de lo que ha significado para el pueblo
colombiano más de dos siglos de guerra civil en general, y más de medio siglo
de violencia socio-política en particular, con sus respuestas estatales de
“estatuto de seguridad nacional”, de contrarreforma agraria apuntalada por las
armas de paramilitares y narcotraficantes, de terrorismo de Estado, de
progresión en la inversión militar y desfinanciamiento progresivo en materia de
salud y educación, las conclusiones no pueden ser más negativas, al menos para
ese vasto sector de la población que ha padecido la guerra, por el contrario de
ese minoritario sector que, año tras año, se ha lucrado de ella, en las varias
formas arriba mencionadas y en las muchas otras que aquí no alcanzamos a hacer mención.
Sin embargo, cuando se pone la vista en el acontecer nacional
de los últimos años, el pesimismo se contrae para abrir paso a la esperanza,
esa que se nutre de las gigantescas movilizaciones estudiantiles, campesinas y
obreras, que han puesto en jaque el autoritarismo estatal y han puesto sobre la
palestra el problema persistente de la desigualdad social jalonada por el
modelo económico neoliberal en que se sustenta.
En los últimos años, grupos cada vez más extensos de la
sociedad han comenzado a despertar del letargo inducido por la guerra y el
terror, y han dejado sentir las fuerzas de su unidad y su masividad, para
exigir del gobierno el cese del conflicto armado y la plena garantía de sus
derechos económicos, sociales y culturales. Desde los trabajadores de la caña,
en el Valle, y de la palma africana, en Santander, hasta los campesinos
cafeteros, paperos, lecheros y arroceros, a lo largo de la geografía nacional;
desde las comunidades que protestas contra la megaminería extractivista en el
páramo de Santurban, Cajamarca o Támesis, Jericó y Pueblo Rico, hasta los
estudiantes que se oponen con éxito a las intentonas estatales de reformar la
educación superior para hacer de la universidad pública la concubina de la
empresa privada; desde el movimiento de víctimas que luchan por la recuperación
de las tierras que el conflicto les ha arrebatado, hasta las movilizaciones de
usuarios y trabajadores de la salud por eliminar la intermediación en el sector
y configurar un sistema público, gratuito, universal y de calidad; desde todas
las latitudes, sectores sociales y segmentos de la población, emergen
organizaciones de base que se levantan para luchar contra el modelo expoliador
del trabajo y de los recursos existentes, y para transformar la realidad
nacional en favor de todas y todos.
Estos levantamientos agrietan profundamente el aparato de
guerra que, durante tantos años y décadas, nos han impuesto las élites
políticas y económicas del país, y sientan las bases de un estado de cosas que
de fin a la interminable guerra, para dar paso a una situación estable y
duradera, que se fundamente en la plena garantía de derechos para todas y
todos.
Estos levantamientos son los que sustentan, igualmente, los
primeros dos puntos de nuestro programa político, por un frente amplio y
popular (punto 1) que reivindique e impulse una paz estable y duradera,
entendida como plena garantía de derechos para todas y todos (punto 2).
Entendemos y expresamos nuestro decidido apoyo al proceso de paz que se
adelanta en la Habana entre el Estado colombiano y las FARC, a la vez que
propugnamos por una salida política al conflicto con el ELN. No obstante,
insistimos en que el cese del conflicto entre el estado y las insurgencias no
agota, ni mucho menos, el tema de la paz, pues esta consiste, no tanto en
desescalonar militarmente el conflicto, como en cortar por la raíz las causas
que lo sustentan, que se reúnen todas en la expresión (y su significado)
“desigualdad social”, y que por tanto, se resuelve en la formula “bienestar
para el pueblo colombiano”.
Las negociaciones de paz de la Habana son un avance
significativo a la construcción de la paz, pero son insuficientes para agotar
su significado, que implica sendas transformaciones en la estructura de la
propiedad rural (reforma agraria), dignificación de las condiciones laborales
(estatuto del trabajo) y pleno reconocimiento de los derechos a la salud, la
educación y la diversidad de género, temas todos que competen, por encima de
los actores mismos del conflicto, a la sociedad y sus diferentes segmentos y
sectores sociales.
La construcción de la paz pasa, entonces, por la creación del
más vasto, amplio y coordinado movimiento social, capaz de arrancar, en la
lucha de masas y política, el monopolio del poder que hasta ahora detentan las
minorías políticas y económicas del país, capaz de transformar el actual
sistema de privilegios en un modelo económico sustentado en la garantía plena
de derechos.
El frente amplio y popular por la paz estable y duradera
nace, así, de la necesidad de reunir en un solo haz a las fuerzas sociales y
políticas del país, a las comunidades de base y a los partidos políticos
progresistas y de izquierdas, en función de resignificar el modelo económico-social
vigente, de uno autoritario, acumulador y militarista, en uno democrático,
social e incluyente.
Esa senda, la de la unidad en la diversidad, constituye uno
de los soportes de nuestra apuesta política, el que significa un solo músculo y
una sola fuerza en aras de conquistar todos los derechos para todos los
ciudadanos, que es lo que debe significar, en últimas, una paz que se precie de
tal, y que converja armónicamente con el ideal de vida buena de que se arropa
el término democracia en su más genuina expresión. La lucha por la unidad
deviene, así, la lucha por la paz, y esta última la lucha por la justicia
social. Como diría un viejo maestro: ¡la
lucha es larga, comencemos ya!
[1]
Según Marco Romero, director del Codhes,
son 6.6 millones las hectáreas de tierra abandonadas o despojadas como efecto
del conflicto armado, en sus diversas modalidades ilegales y legales (esto es,
encubiertas). http://www.semana.com/nacion/articulo/el-acceso-tierra-ha-sido-eje-del-conflicto-armado/125048-3
[2]
Diario El Espectador: “pueblos carboneros viven peor que los cocaleros”. En: http://www.elespectador.com/pueblos-carboneros-viven-peor-los-cocaleros-articulo-468836
[3]
Diario El Espectador: “220.000 colombianos han muerto en 55 años de violencia”.
En: http://www.elespectador.com/noticias/temadeldia/220000-colombianos-han-muerto-55-anos-de-violencia-articulo-435591
[4]
Revista Semana: “seis millones de víctimas deja el conflicto en Colombia”. En: http://www.semana.com//nacion/articulo/victimas-del-conflicto-armado-en-colombia/376494-3
[5]
Revista Semana: “el acceso a la tierra ha sido el eje del conflicto armado”
(entrevista). En: http://www.semana.com/nacion/articulo/el-acceso-tierra-ha-sido-eje-del-conflicto-armado/125048-3
[6]
Diario El Colombiano: “gobierno reconoce 12.000 sindicalistas víctimas del
conflicto”. En: http://www.elcolombiano.com/BancoConocimiento/G/gobierno_reconoce_12000_sindicalistas_victimas_del_conflicto/gobierno_reconoce_12000_sindicalistas_victimas_del_conflicto.asp
[7]
Todas las cifras están tomadas del banco de datos del Banco Mundial. En: http://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.GD.ZS/countries
[8]
Diario El País: “pese a esperanza de paz, Colombia aumenta presupuesto de
defensa”. En: http://www.elpais.com.co/elpais/judicial/noticias/pese-esperanza-paz-colombia-aumenta-presupuesto-defensa-y-seguridad
[9]
Banco Mundial, ibídem.
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