miércoles, 12 de febrero de 2014

Frente amplio por una paz estable y duradera

Programa de Campaña  “Vamos por los Derechos”
Puntos 1 y 2: Frente amplio por una paz estable y duradera


La guerra también ha sido una modalidad de organización económica como efecto de la apropiación de recursos por parte de empresas colombianas y, especialmente, multinacionales, al amparo de los acuerdos de inversión firmados por Colombia en el marco de múltiples tratados de libre comercio, especialmente con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea.


1.      De la doble condición de la guerra en Colombia.

Una de las características más dramáticas de la historia de Colombia es la atávica y perenne situación de guerra en que se ha visto inmersa desde su surgimiento como nación independiente. Durante ya más de dos siglos, oleadas de enfrentamientos armados de diversa índole han devastado, de manera cíclica, los recursos disponibles, las capacidades de desarrollo económico y, por sobre todo, la vida, la dignidad y las esperanzas de cientos de miles, y aún millones, de habitantes de nuestro país, en una vorágine de muerte, desplazamiento y destrucción que llega hasta nuestros días, y que ni ha sido casual, ni debe pasarse de lado en una propuesta de transformación del país y de dignificación de sus habitantes.




Cuando desde nuestra campaña manifestamos que la persistencia de la guerra no es producto de la casualidad, con ello queremos poner de relieve que, a pesar de la vasta estela de desolación que la violencia ha dejado a su paso, existe un grupo, minoritario sí, pero bastante poderoso, que ha hecho de los usos de la guerra su particular forma de acrecentamiento de poder económico, político y cultural, que se beneficia del abandono de las tierras por los desplazados, que en cada sitio desolado crea nuevos negocios, agro-negocios, narco-negocios y minero-energético-negocios, entre otros.

De tal suerte que, considerando la paz estable y duradera como la piedra angular de la transformación social que requiere el país, y la organización de un frente amplio y popular por la paz como la columna sobre la cual sostener los esfuerzos para alcanzar dicha paz entendida como garantía de derechos para todas y todos, partimos de la consideración de la guerra en la doble condición o dimensión en que se ha manifestado en Colombia.




a)      La guerra como forma de organización económica: La guerra ha sido, en primer lugar, una forma de organización económica de la sociedad. Esta condición, más que una excepción, ha sido la regla histórica, pues todas las naciones desarrolladas han forjado su bienestar en la expoliación de recursos naturales, mano de obra y materias primas de los países conquistados y sometidos. De la misma manera, en el caso colombiano la regla ha devenido uso y costumbre, o más explícitamente, en una forma de apropiación y acumulación de riqueza. Es así que, tras cada ciclo de guerra civil que ha vivido el país (porque, aunque la violencia ha sido una constante casi matemática, existen periodos de alta intensidad, lo que confirma el carácter oprobioso del fenómeno en nuestro estado), se ha reconfigurado el mapa de propiedad territorial, con una particularidad: siempre hacia la mayor y más extensa concentración de la propiedad de la tierra por parte de las élites económicas, políticas, militares y paramilitares del país. De resultas de esto, y en una primera aproximación, la guerra ha devenido una estrategia de acaparamiento de tierras, en la primera de las modalidades de la violencia como forma de organización económica de la sociedad, y las cifras de organismos oficiales, que hablan de más de 6 millones de hectáreas de tierras arrebatadas a los campesinos durante el último ciclo de violencia (de 1.983-4 hasta nuestros días) así lo confirman[1].

En una segunda variante, la guerra también ha sido una modalidad de organización económica como efecto de la apropiación de recursos por parte de empresas colombianas y, especialmente, multinacionales, al amparo de los acuerdos de inversión firmados por Colombia en el marco de múltiples tratados de libre comercio, especialmente con Estados Unidos, Canadá y la Unión Europea. En esta segunda modalidad, lo que ha primado es el desplazamiento forzado como paso previo hacia la “concesión” (léase regalo) de los recursos minero-energéticos del país a grandes empresas foráneas, entre las que sobresalen las canadienses.




Los resultados saltan a la vista: vastas concesiones sobre recursos tales como el oro, carbón, petróleo y ferroníquel, entre otros. Las consecuencias para el país han resultado catastróficas en cuatro niveles: el económico, por cuanto ha significado la reprimarización de la economía, pues al aumento vertiginoso de Inversión Extranjera Directa en el sector minero-energético le ha acompañado el desmantelamiento paulatino de la industria colombiana; el laboral, toda vez que el modelo de acumulación capitalista que ha acompañado este saqueo rampante de los recurso naturales se ha apuntalado en la flexibilización progresiva de las condiciones laborales, en la precarización del trabajo para maximizar los márgenes de rentabilidad de las multinacionales, a través de la intermediación laboral (léase tercerización) que, tras la negación del contrato de trabajo a término indefinido, ha conculcado derechos tales como: a la seguridad social y protección frente a riesgos profesionales, a la pensión, el pago de horas extras, vacaciones remuneradas y primas legales, en fin, de todo el haz de derechos que acompañan una relación laboral formal, y que ha brillado por su ausencia en la situación de los trabajadores de este sector económico; el ambiental, dada las grandes afectaciones que el modelo extractivista ha tenido para la fauna y flora, por el vertido de tóxico en los ríos y los mares (caso Drummond), por la difuminación de dichos tóxicos a través de las corrientes de aire, por el uso de explosivos y, en fin, por el desplazamiento y alteración de los hábitats naturales; y, por último, el de salud pública, pues el modelo extractivista apuntalado sobre las bayonetas y fusiles, y la difusión de dichos tóxicos, aunadas a las extensas y mal remuneradas condiciones laborales, en condiciones, además, de deficiente seguridad en el trabajo, han ocasionado la proliferación súbita de enfermedades en la población asociadas directamente a dicho modelo económico extractivista. La síntesis de todo ello, tal vez, sea la del reciente informe de la Contraloría General de la Nación, una de cuyas conclusiones es, precisamente, que los pueblos mineros viven peor que los cocaleros (sic), mientras los petroleros apenas si tienen condiciones de vida promedio[2].




Visto lo anterior en su conjunto, podemos plantear la conclusión, más general, que la guerra ha sido una forma de organización económica en cuanto, aplicada en forma masiva y sistemática contra la población y sus formas de organización colectiva (asociaciones campesinas, sindicatos, agrupaciones artísticas y barriales, movimiento de educadores y estudiantes, etc.), ha devenido una fuerte tenaza de apuntalamiento del orden socio-económico vigente, se ha convertido en el bastión fundamental que las élites del país han usado para mantener sus prerrogativas. En esa medida, la guerra ha sido el estado de cosas permanente que las clases privilegiadas del país han implementado para mantener, precisamente, su condición de clases dirigentes, a tal punto que, en aplicación de tal doctrina y forma de organización social, han canalizado faraónicos recursos económicos, que han desangrado sistemáticamente el presupuesto nacional y, con él, la financiación de los derechos a la salud y la educación, entre otros.

b)     La guerra como modo de vida: Un problema adicional, y ciertamente no menor, de la intensidad y permanencia de un conflicto como el colombiano radica en que, además de servir de mecanismo de sostenimiento del orden socioeconómico vigente, genera formas de comportamiento, de pensamiento y prácticas sociales recurrentes que terminan convirtiendo a la guerra en un modo de vida, en una manera de regular las relaciones entre las personas, las comunidades y los grupos sociales, en una “guerra infinita culturalmente asimilada”.




Esta naturalización de la guerra en las costumbres y prácticas de los individuos y comunidades, naturalmente, hace parte de la estrategia que los medios masivos de comunicación, propiedad de los mismos grupos empresariales que han usado la violencia como mecanismo de enriquecimiento y acumulación, han implementado para mantener la perennidad del conflicto en el país. No en vano, los contenidos y formatos en que los medios masivos operan muestran marcados sesgos ideológicos favorables a la guerra como mecanismo de ascenso social: las narconovelas, por ejemplo, inoculan en la conciencia de la gente la idea de la ilegalidad como la forma más rápida de adquirir riqueza, poder y reconocimiento social, alentando a hombres y mujeres de todas las clases y generaciones a insertarse dentro de estructuras mafiosas para “salir del agujero”. Los “reality shows” son, en su mayoría, expresiones cínicas de vigilancia y control social (caso “protagonistas de novelas”), invitación a la exhibición y venta del cuerpo femenino (caso “colombia´s next top model”), o franca burla de las carencias culturales o defectos de la gente, así como apología y ensalzamiento de la autorridiculización (caso de “Colombia tiene talento”), entre muchos otros. Los formatos noticiosos, con sus evidentes sesgos sensacionalistas, invitan a celebrar la muerte de individuos “abatidos en combate”, por decir lo menos, al tiempo que revictimizan a las víctimas del conflicto, al presentarlas en sus contenidos como culpables de sus propios padecimientos, y al ensalzar la guerra como forma de resolución de los conflictos sociales. Incluso en el ámbito radial, los contenidos parecen estar sistemáticamente diseñados para introducir, un día sí y otro también, la falsa creencia de que la violencia, el espectáculo y feriado de cuerpos, unidos al chiste en su expresión más burda y llena de sesgos machistas, homofóbicos y revictimistas, son el único escenario de vivencia posible o, cuando menos, el único socialmente aceptable.



De tal suerte, la mentalidad colectiva muestra sesgos nítidamente favorables y apologistas de la guerra, que incitan a los jóvenes de campos y ciudades al desprecio del estudio y la cultura y a la aceptación del conflicto o su participación en el, como miembros de grupos armados, como víctimas o víctimarios de matoneo escolar, como presas de redes de trata de blancas, e incluso, en una cadena que se extiende hacia fronteras vastas, como enemigos declarados por adhesión a equipos de fútbol rivales, lo que revela cierta tendencia esquizofrénica en la salud mental colectiva. Siendo así, parar y revertir esta segunda modalidad de existencia de la guerra en el país resulta no menos importante que hacerlo con la primera, y su solución se haya intrínsecamente ligada a la de ésta.

2.      Sobre el costo socio-político de la guerra

El escenario descrito en el apartado pasado se resuelve en datos y cifras que develan una inmensa maquinaria de guerra que, bien engrasada, ha dejado a su paso efectos devastadores sobre la población en magnitudes incluso superiores a las de todas las dictaduras militares del cono sur juntas.

Es así que, según el reciente informe del Centro de Memoria Histórica, en su libro Basta Ya, el conflicto armado interno, tan sólo en los años 1985-2013, ha dejado una estela de 220.000 personas asesinadas (y mal contadas, de seguro), de las cuales 176.000 eran civiles[3], es decir, sobre todo campesinos (60%), obreros, estudiantes, maestros y habitantes de comunas que, intentando construir una sociedad diferente, recibieron a cambio la muerte de quienes no quieren que la pobreza y la desigualdad sean cosa del pasado, de quienes se alimentan y fortalecen entre más desiguales sean las condiciones de vida de los ciudadanos del país. Más escandaloso aún, dicho informe revela que los grupos paramilitares y el propio Estado son responsables, conjuntamente, del 66.8% de dichos asesinatos, al tiempo que se desconocen los autores de otro 14.8%.



Para el campo, tal escalada de violencia ha significado una verdadera tragedia de tintes apocalípticos: 5.4 millones de personas desplazadas[4], a las que les han sido arrebatadas, en conjunto, 6.6 millones de hectáreas de tierra, esto es, toda una contrarreforma agraria. No en vano, de 44 millones de hectáreas agrícolas actualmente explotadas en el país, 40 se dedican a la ganadería extensiva, mientras que sólo 4 se destinan a la producción agropecuaria, repartidas (muy desigualmente) entre 12 millones de campesinos. Tal abandono, o incluso favorecimiento estatal del estado de barbarie agraria, explica que la pobreza en el campo bordee el 73%, o sea que 7 de cada 10 campesinos se encuentre en estado, cuando menos, de pobreza, y cuando más, de abierta indigencia; explica igualmente que el índice gini, que mide la desigualdad social, esté en 0.80 en el campo, una magnitud descomunalmente alta, y que en el Índice de necesidades Básicas Insatisfechas registra aspectos tales como propiedad y materiales de los que están hechas las casas, acceso a servicios públicos, cobertura de los sistemas educativos y de salud, entre otros, sea del 70%[5], en suma, que para vastas franjas de la población campesina su situación de vida se encuentre al mismo nivel de los pobladores europeos de la Edad Media; todo ello explica, en últimas, el enorme malestar social existente en el campo colombiano, que ha dejado de ser latente, y ha explotado en todas las latitudes del país, de la mano de las diversas dignidades campesinas y los movimientos de recuperación y restitución de tierras auto-organizados por los campesinos.

Para el movimiento obrero, el panorama no ha sido más colorido, sino igual de trágico: en el “encuentro regional sobre reparación colectiva al movimiento sindical”, realizado en octubre de 2013, el propio presidente Santos reconoció que, al menos, 13.000 sindicalistas han sido víctimas de la violencia, entre asesinados y amenazados[6], de los cuales, como bien se sabe, la cuota más alta la han puesto los trabajadores de la salud y la educación, fenómeno que encuentra su correlato explicativo en las contrarreformas de ambos sectores sociales, impuestas a mano armada para abrir la brecha por la cual introducir las privatizaciones progresivas de tales segmentos de la “economía” nacional.



Tal vorágine de violencia, como se observa de los datos mencionados, no ha sido ni “casual” ni fragmentaria, sino que ha tenido un destinatario bien específico: el pueblo colombiano organizado en sus diferentes sectores sociales. Si el conflicto colombiano ha sido, supuestamente, el enfrentamiento entre unos “actores armados”, lo cierto es que la violencia ha estado nítidamente focalizada en la población civil, y no cualquiera, sino precisamente el sector de ella que ha luchado por mejorar las condiciones de vida de la población, precisamente para acabar con las causas económicas y sociales que nutren cotidianamente la guerra.

El correlato “natural” de tal marasmo de violencia ha sido el constante incremento del presupuesto militar, destinado al ejercicio de guerra precisamente para escalar la violencia en niveles crecientes, en lugar de combatir las causas económicas que la favorecen. Es así como, mientras en el quinquenio 1989-1993 el gasto militar colombiano promedio, como proporción del PIB, era del 2.32%, en el periodo 2009-2013 había aumentado hasta el 3.475%[7], esto es, más de 1 punto del PIB adicional destinado a la guerra en escasos 20 años, que convierten a Colombia en el país de América Latina que más invierte en la guerra como proporción de su PIB, siendo el monto de tal rubro, en 2013, de 26 billones de pesos, más de una séptima parte del total del presupuesto nacional [8], así como en el país con mayor proporción de pie de fuerza en relación con la masa laboral disponible, 1.9%, para un total de 440.000 miembros de las fuerzas armadas del país (a 2011)[9]. Estas cifras descomunales de gasto para la guerra no encuentra correlato en el gasto nacional (como proporción del PIB) destinado a las actividades de ciencia y tecnología, que representan un ínfimo 0.18% del PIB. La conclusión no deja lugar a dudas: en Colombia la inversión en actividades de destrucción resulta faraónicamente superior a la inversión en actividades de construcción científica y desarrollo nacional. Luego, no resulta extraño, sino más bien lógico, el estancamiento y aún retroceso de las condiciones de vida del pueblo colombiano un año tras otro, y otro, y luego otro más, y así sucesivamente.



Pero dado que, detrás de las cifras estadísticas se esconden siempre relaciones y situaciones sociales, cabe la pregunta: ¿cuántos hospitales, escuelas, centros de atención primaria en salud, redes de acueducto y alcantarillado, conexiones eléctricas y de infraestructura, viviendas y demás programas de atención social han dejado de financiarse por el desvío de tan descomunales partidas presupuestales a la guerra? ¿Cuánto podrían avanzar el país en materia de lucha contra las desigualdades si el gigantesco aparato de guerra se reorientase a la financiación de los legítimos derechos sociales del pueblo colombiano? Al hacer el balance socio-político de la guerra, valdría la pena cuantificar los efectos de semejante derroche presupuestario en materia militar. Dada la dificultad de calcular tales cifras, dejamos consignado, sin embargo, que el balance socio-político de la guerra no corresponde sólo a las cifras de muertos y víctimas de la misma, no sólo a lo que se ha hecho por destruir, sino también en la que se ha dejado de hacer por construir un país más equitativo y, visto así, el balance es abismalmente negativo, lo que justifica, a nuestro entender, nuestra propuesta de frente amplio y popular por la paz.

3.      De la guerra infinita a la paz estable y duradera: el frente amplio por la paz

Al hacer un balance de lo que ha significado para el pueblo colombiano más de dos siglos de guerra civil en general, y más de medio siglo de violencia socio-política en particular, con sus respuestas estatales de “estatuto de seguridad nacional”, de contrarreforma agraria apuntalada por las armas de paramilitares y narcotraficantes, de terrorismo de Estado, de progresión en la inversión militar y desfinanciamiento progresivo en materia de salud y educación, las conclusiones no pueden ser más negativas, al menos para ese vasto sector de la población que ha padecido la guerra, por el contrario de ese minoritario sector que, año tras año, se ha lucrado de ella, en las varias formas arriba mencionadas y en las muchas otras que aquí no alcanzamos a hacer mención.

Sin embargo, cuando se pone la vista en el acontecer nacional de los últimos años, el pesimismo se contrae para abrir paso a la esperanza, esa que se nutre de las gigantescas movilizaciones estudiantiles, campesinas y obreras, que han puesto en jaque el autoritarismo estatal y han puesto sobre la palestra el problema persistente de la desigualdad social jalonada por el modelo económico neoliberal en que se sustenta.



En los últimos años, grupos cada vez más extensos de la sociedad han comenzado a despertar del letargo inducido por la guerra y el terror, y han dejado sentir las fuerzas de su unidad y su masividad, para exigir del gobierno el cese del conflicto armado y la plena garantía de sus derechos económicos, sociales y culturales. Desde los trabajadores de la caña, en el Valle, y de la palma africana, en Santander, hasta los campesinos cafeteros, paperos, lecheros y arroceros, a lo largo de la geografía nacional; desde las comunidades que protestas contra la megaminería extractivista en el páramo de Santurban, Cajamarca o Támesis, Jericó y Pueblo Rico, hasta los estudiantes que se oponen con éxito a las intentonas estatales de reformar la educación superior para hacer de la universidad pública la concubina de la empresa privada; desde el movimiento de víctimas que luchan por la recuperación de las tierras que el conflicto les ha arrebatado, hasta las movilizaciones de usuarios y trabajadores de la salud por eliminar la intermediación en el sector y configurar un sistema público, gratuito, universal y de calidad; desde todas las latitudes, sectores sociales y segmentos de la población, emergen organizaciones de base que se levantan para luchar contra el modelo expoliador del trabajo y de los recursos existentes, y para transformar la realidad nacional en favor de todas y todos.

Estos levantamientos agrietan profundamente el aparato de guerra que, durante tantos años y décadas, nos han impuesto las élites políticas y económicas del país, y sientan las bases de un estado de cosas que de fin a la interminable guerra, para dar paso a una situación estable y duradera, que se fundamente en la plena garantía de derechos para todas y todos.

Estos levantamientos son los que sustentan, igualmente, los primeros dos puntos de nuestro programa político, por un frente amplio y popular (punto 1) que reivindique e impulse una paz estable y duradera, entendida como plena garantía de derechos para todas y todos (punto 2). Entendemos y expresamos nuestro decidido apoyo al proceso de paz que se adelanta en la Habana entre el Estado colombiano y las FARC, a la vez que propugnamos por una salida política al conflicto con el ELN. No obstante, insistimos en que el cese del conflicto entre el estado y las insurgencias no agota, ni mucho menos, el tema de la paz, pues esta consiste, no tanto en desescalonar militarmente el conflicto, como en cortar por la raíz las causas que lo sustentan, que se reúnen todas en la expresión (y su significado) “desigualdad social”, y que por tanto, se resuelve en la formula “bienestar para el pueblo colombiano”.



Las negociaciones de paz de la Habana son un avance significativo a la construcción de la paz, pero son insuficientes para agotar su significado, que implica sendas transformaciones en la estructura de la propiedad rural (reforma agraria), dignificación de las condiciones laborales (estatuto del trabajo) y pleno reconocimiento de los derechos a la salud, la educación y la diversidad de género, temas todos que competen, por encima de los actores mismos del conflicto, a la sociedad y sus diferentes segmentos y sectores sociales.

La construcción de la paz pasa, entonces, por la creación del más vasto, amplio y coordinado movimiento social, capaz de arrancar, en la lucha de masas y política, el monopolio del poder que hasta ahora detentan las minorías políticas y económicas del país, capaz de transformar el actual sistema de privilegios en un modelo económico sustentado en la garantía plena de derechos.

El frente amplio y popular por la paz estable y duradera nace, así, de la necesidad de reunir en un solo haz a las fuerzas sociales y políticas del país, a las comunidades de base y a los partidos políticos progresistas y de izquierdas, en función de resignificar el modelo económico-social vigente, de uno autoritario, acumulador y militarista, en uno democrático, social e incluyente.

Esa senda, la de la unidad en la diversidad, constituye uno de los soportes de nuestra apuesta política, el que significa un solo músculo y una sola fuerza en aras de conquistar todos los derechos para todos los ciudadanos, que es lo que debe significar, en últimas, una paz que se precie de tal, y que converja armónicamente con el ideal de vida buena de que se arropa el término democracia en su más genuina expresión. La lucha por la unidad deviene, así, la lucha por la paz, y esta última la lucha por la justicia social. Como diría un viejo maestro: ¡la lucha es larga, comencemos ya!




[1] Según  Marco Romero, director del Codhes, son 6.6 millones las hectáreas de tierra abandonadas o despojadas como efecto del conflicto armado, en sus diversas modalidades ilegales y legales (esto es, encubiertas). http://www.semana.com/nacion/articulo/el-acceso-tierra-ha-sido-eje-del-conflicto-armado/125048-3
[2] Diario El Espectador: “pueblos carboneros viven peor que los cocaleros”. En: http://www.elespectador.com/pueblos-carboneros-viven-peor-los-cocaleros-articulo-468836
[3] Diario El Espectador: “220.000 colombianos han muerto en 55 años de violencia”. En: http://www.elespectador.com/noticias/temadeldia/220000-colombianos-han-muerto-55-anos-de-violencia-articulo-435591
[4] Revista Semana: “seis millones de víctimas deja el conflicto en Colombia”. En: http://www.semana.com//nacion/articulo/victimas-del-conflicto-armado-en-colombia/376494-3
[5] Revista Semana: “el acceso a la tierra ha sido el eje del conflicto armado” (entrevista). En: http://www.semana.com/nacion/articulo/el-acceso-tierra-ha-sido-eje-del-conflicto-armado/125048-3
[7] Todas las cifras están tomadas del banco de datos del Banco Mundial. En: http://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.GD.ZS/countries
[8] Diario El País: “pese a esperanza de paz, Colombia aumenta presupuesto de defensa”. En: http://www.elpais.com.co/elpais/judicial/noticias/pese-esperanza-paz-colombia-aumenta-presupuesto-defensa-y-seguridad
[9] Banco Mundial, ibídem.

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