miércoles, 19 de febrero de 2014

La Reparación a las comunidades afectadas por el conflicto armado

Si se analiza a fondo las características del prolongado conflicto armado en Colombia se puede observar, en su real dimensión, la grave afectación social ocasionada por causa de este fenómeno de larga duración, medir sus efectos sobre los territorios, identificar móviles, intereses y grupos determinadores, al igual que asumir, en su justa proporción, las medidas de reparación que requieren las víctimas del conflicto; medidas que, dentro de una política pública coherente, han de ser orientadas hacia el fortalecimiento del desarrollo social truncado por la guerra.

    

El período de violencia que inicia con el acuerdo bipartidista denominado “Frente Nacional”, que se prolonga hasta el presente, está caracterizado por la aplicación de las doctrinas elaboradas en medio de la guerra fría, difundidas por los dos bloques vencedores en la segunda guerra mundial; y por la política de contención de la influencia de la revolución Cubana por parte de los norteamericanos. En medio de esta contienda se alinearon las tres fuerzas centrales del conflicto armado colombiano: fuerzas armadas estatales y grupos paramilitares contra las organizaciones insurgentes.

Como parte de la doctrina de contrainsurgencia tendiente a contener la propagación de la supuesta “revolución comunista”, los militares organizaron grupos de autodefensa o “civiles” armados. Simultáneamente se impulsó la construcción de obras públicas y el desarrollo de algunos programas económicos para mejorar las condiciones que, según se advertía, propiciaban “la subversión armada”. Sobre esta base se fomentó la actuación de grupos de civiles armados, lo cual tuvo su más alta expresión al inicio de la décadas de los años 80, a tal punto que en una investigación de la Procuraduría General de la Nación sobre el grupo Muerte a Secuestradores MAS, ordenada en octubre 1982 por el  presidente de Colombia, Belisario Betancur, allí se vinculó procesalmente a ciento sesenta y tres personas relacionadas con la conformación de grupos paramilitares, de las cuales “cincuenta y nueve eran miembros activos de la policía y el ejército, entre los que se encontraban altos oficiales, suboficiales y soldados.”[1] 



Este somero informe evidenció el grado de vinculación de importantes grupos económicos privados y agentes del Estado, con el surgimiento y extensión del paramilitarismo, convertido, a partir de la década de los años ochenta, en un verdadero poder dentro de la sociedad y la institucionalidad colombiana. Dicho poder se consolidó a través de la articulación dentro de esta alianza de sectores vinculados con la boyante industria del narcotráfico. Esto explica la fácil ampliación del radio de acción de los grupos paramilitares, lo que a su vez  propició que los capos del narcotráfico consolidaran su poder económico como importantes dueños de propiedades e inversiones y que llegaran a ocupar importantes espacios políticos en el país.

El “período legal” de los grupos de autodefensa se prolongó hasta 1989, cuando el presidente Virgilio Barco calificó a los grupos paramilitares como organizaciones terroristas advirtiendo que: “En realidad, la mayor parte de sus víctimas no son guerrilleros. Son hombres, mujeres e incluso niños, que no se han alzado en armas contra las instituciones. Son colombianos pacíficos”. [2] Sin embargo, presionado por las fuerzas armadas, el presidente Virgilio Barco no cerró del todo las puertas a la existencia de los grupos paramilitares y permitió, a través del decreto 815, la creación de grupos de civiles armados: “sólo con fines de colaboración” con los organismos de seguridad del Estado. Esta salvedad fue argumentada por el gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez para constituir, a mediados de la década de los años noventa, las asociaciones de vigilancia denominadas “Convivir”. De esta manera se puede apreciar que la contención estatal a las acciones paramilitares ha sido muy limitada y que distintos agentes del Estado y políticos regionales han contribuido a su proliferación.



Es claro entonces el papel desempeñado por las élites y políticos regionales, en especial de terratenientes y sectores industriales que han hecho fortuna en medio de la guerra, en el surgimiento y extensión del paramilitarismo. Por eso han percibido las negociaciones de paz entre los grupos guerrilleros y el gobierno que se han intentado desde 1982 como una amenaza potencial contra sus intereses. La oposición de narcotraficantes, terratenientes y sectores industriales y financieros a  una posible redistribución de la tierra, el poder y la riqueza del país como resultado de las negociaciones con las guerrillas, ha generado una comunidad de intereses entre estos segmentos de la sociedad.

Inicialmente los grupos paramilitares fueron creados para actividades locales y regionales específicas, sin formar parte de una organización centralizada. Pero, con el escalamiento de la guerra antisubversiva y cuando se dio la desarticulación del llamado “cartel de Medellín”, los grupos que combatieron a este cartel se reagruparon en las autodefensas unidas de Colombia AUC a mediados de la década de los años noventa. Las AUC tuvieron como fuente principal de ingresos el narcotráfico, tras arrebatarle las redes de este negocio a los carteles de narcotraficantes o articulándolos dentro de su estructura. Parte de sus utilidades fueron destinadas a la extensión de la guerra por toda la geografía nacional, en medio de la cual despojaron de sus tierras a los campesinos que no les eran afectos, tras instalarse en las regiones con agudos conflictos por la tierra y en las áreas de marcada influencia guerrillera. Después de su instalación en estas áreas, los grupos paramilitares asumían el control, constituyéndose en ejecutores privados de la ley, en tanto cometían infinidad de crímenes contra las personas asentadas en estas áreas.


Para justificar la matanza de campesinos, los promotores del paramilitarismo apelaron al credo “anticomunista” difundido por las  fuerzas del Estado, con el cual se disfrazaron los planes de negocios del narcotráfico, haciendo práctica la máxima popular que dice: “en río revuelto, ganancia de pescadores”. De esa forma fue como se asentaron en ricas zonas agrarias, reconocidos jefes del narcotráfico, aliados de los terratenientes y de organismos del Estado. Fue así como a través de la violencia paramilitar se generó el desplazamiento masivo de los campesinos hacia nuevas áreas de colonización y hacia las ciudades, una vez allí, los campesinos hicieron contacto con las guerrillas que operaban en esos lugares, lo que propició que grupos de jóvenes se vincularan a los movimientos alzados en armas, de los que recibieron instrucción política y militar y, pasados algunos años, regresaron a las zonas de donde habían salido, ampliando el radio de operación de la subversión. [3] De esa manera la guerra se fue escalando hasta llegar a niveles jamás imaginados. Según el libro ¡Basta ya! Colombia: Memorias de Guerra y Dignidad del Grupo de Memoria histórica, (2013),  “entre 1958 y 2012 el conflicto armado ha ocasionado la muerte de por lo menos 220.000 personas, cifra que sobrepasa los cálculos hasta ahora sugeridos”.[4]

A pesar de su escalofriante magnitud, estos datos son aproximaciones que no dan plena cuenta de lo que realmente pasó, en la medida en que parte de la dinámica y legado de la guerra es el anonimato, la invisibilización y la imposibilidad de reconocer a todas las víctimas. Además de la magnitud de muertos, los testimonios ilustran una guerra profundamente degradada, caracterizada por un aterrador despliegue de sevicia por parte de los actores armados sobre la población civil inerme. Esta ha sido una guerra sin cuartel  en la que, más que las acciones entre combatientes, ha prevalecido la violencia desplegada sobre la población civil.

En general, las características del prolongado conflicto armado que aun padece Colombia es que la población civil se ha visto despojada de su territorio, mientras su entorno social y familiar se destruye, sin que las medidas de atención y reparación logren subsanar los daños causados, teniendo estas un alcance muy limitado.



La atención a las poblaciones que soportaban la violencia durante los años cincuenta y sesenta fue muy escasa. En los años ochenta, cuando  importantes movimientos sociales y políticos fueron sometidos al exterminio sistemático por parte de escuadrones de la muerte, la atención a las víctimas se homologó a la política para las migraciones por razones económicas, caso del gobierno de Virgilio Barco, (1986-1990). Luego se asimiló a  la atención a los damnificados por desastres naturales como ocurrió en el gobierno de Cesar Gaviria (1990-1994). Sólo a mediados de los años noventa, la atención a las víctimas de la violencia empezó a considerarse de acuerdo a los postulados del Derecho Internacional Humanitario y de protección de los Derechos Humanos.    

Mediante la ley 387 de 1997 se reconoció el  problema en términos propios, ante la agudización del conflicto armado y la persistente acción colectiva de miles de desplazados expulsados de las áreas rurales, que debieron acudir a distintos mecanismos de presión para visibilizar su problemática. Sin embargo, la insuficiencia en la atención a las poblaciones afectadas por la guerra se hizo  cada vez más notoria, motivo por el cual, la Corte Constitucional expidió una serie de sentencias en las que se reconoce la vulneración de todos los derechos a las víctimas de  la violencia y exige al Estado tomar todas las medidas y realizar todas las acciones requeridas para el restablecimiento de los derechos vulnerados. Aun así, la acción gubernamental sólo procuró una ayuda humanitaria y tras un dispendioso y prolongado trámite otorgó algunas indemnizaciones a quienes hicieron los reclamos o demandaron por vía administrativa, pero en su mayoría, las víctimas continuaron en la incertidumbre sobre su situación futura.    



Producto de la negociación con los paramilitares se expidió la denominada ley de justicia y paz (ley 975 de 2005), mediante la cual se le asignaron funciones a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación CNRR, para que, además de estudiar las causas del surgimiento de los grupos irregulares, hiciera recomendaciones al gobierno en cuanto a la reparación integral a las víctimas de la violencia.
En el año 2007, en cumplimiento de las disposiciones del artículo 49 de la Ley 975 de 2005, con el apoyo de la Agencia del Gobierno de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la CNRR promovió el establecimiento de varias experiencias piloto para la elaboración, desde un trabajo de campo, de una política pública en torno a la reparación colectiva en comunidades gravemente afectadas por el conflicto armado.[5] 

En los pilotos se probarían metodologías en diferentes contextos y se recogerían elementos que permitieran plantear acciones públicas coherentes y articuladas para la atención a las víctimas. Los pilotos se ubicaron en: Corregimiento Libertad, San Onofre Sucre; comunidad afro-colombiana, Buenos Aires, Cauca; comunidad del corregimiento la Gabarra, Tibú, Norte de Santander; comunidad de la Inspección el Tigre, Valle del Guamuéz, Putumayo; comunidad del corregimiento el Salado, Carmen de Bolívar; Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, corregimiento la India, Landázuri, Santander; y la Universidad de Córdoba. Dentro de estas experiencias piloto se consideró también a los sectores sindicales duramente golpeados por la violencia. La CNRR, por su parte, asumió la responsabilidad de conducir, coordinar y supervisar la ejecución, evaluar los pilotos y acompañar a las comunidades en la formulación de sus propuestas.

La reflexión en torno a estas experiencias, junto a la incorporación de las disposiciones en materia de restablecimiento de derechos dictadas por organismos judiciales (caso Manpujan y San Cayetano, Bolívar), y de organismos internacionales, se constituyó en la base conceptual para la expedición de las recomendaciones que la CNRR planteó al gobierno nacional, dentro de las cuales le asignó la tarea de implementar un programa de Reparación Colectiva destinado a reconocer, reparar y dignificar a las víctimas del conflicto  y promover los derechos de los ciudadanos afectados por la violencia.

Estas recomendaciones fueron ratificadas por la Ley 1448 de 2011, conocida como la ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, integrada al modelo de Justicia Transicional, ley reglamentada mediante el decreto 4800 de 2011; disposiciones a través de las cuales se dictan medidas de atención, asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y se les reconoce el derecho a una reparación.



Lo anteriormente expuesto significa que desde hace tiempo se viene analizando a fondo la manera de resolver la grave afectación social causada por el conflicto armado, pero en términos reales, los resultados de las políticas públicas puestas en práctica han sido  insuficientes. En realidad lo que ha sucedido es que la acción gubernamental se ha enfocado sólo en la disposición de una mínima ayuda humanitaria, en tanto que las condiciones de vulnerabilidad y pobreza de las víctimas se mantienen peor de cómo se presentaba en los momentos previos a la agudización del conflicto armado a mediados de la década de los años noventa.  

Es evidente que la política de reparación está en construcción, con grandes vacíos procedimentales. La falta de precisión en torno a los responsables de esta medida y el alcance de las acciones es una de las dificultades a superar. A esto se agrega la desatención a las regiones y la deficiencia institucional para responder adecuadamente a las obligaciones básicas de un Estado Social de Derecho.  

Nosotros, dada la magnitud de los daños y perjuicios ocasionados a las comunidades por causa del conflicto armado, planteamos que los planes de Reparación deben asumirse como un proceso de reconstrucción, que corresponda a la devastación ocasionada por la guerra. Estos planes deben articularse de manera coherente con el conjunto de medidas de reparación previstas por los distintos organismos del Estado, junto a las políticas de atención a las regiones impulsadas por el gobierno; advirtiendo que estas deben ser complementarias pero sin confundirse. A ello hay que agregar el abandono Estatal durante los años de conflicto y el resultante atraso en infraestructura pública y de equipamiento básico para que esta falencia también sea subsanada.

Es decir que la Reparación debe plantearse de tal modo que el resultado esperado sea diferente al estado de cosas actual. Además, la formulación del programa integral de reparación debe partir del análisis y valoración objetiva de las perspectivas reales de desarrollo de los  municipios y orientar las acciones en esa dirección.



El eje rector de los planes de Reparación debe ser el fortalecimiento de iniciativas comunitarias y de organización colectiva, buscando generar sentido de pertenencia e identidad local y regional. El mejoramiento de los lazos sociales y el fomento de la participación de la población en espacios organizativos y en los procesos de toma de decisiones, propician la construcción de comunidades capaces de gestionar su propio desarrollo en la búsqueda del bienestar y neutralizar posibles desvíos de los objetivos definidos  colectivamente.

La idea central para la Reparación debe ser la creación de condiciones que propicien calidad de vida que permita el desarrollo personal y grupal, buscando que las comunidades sean  pro-activas, integradas al desarrollo social e institucional de los municipios y las regiones, aportando desde el trabajo comunitario; articuladas en procesos participativos, de diálogo e interlocución en los conflictos que las afectan, fomentando la conciencia de la necesidad de fortalecer la gobernabilidad y de construir una verdadera democracia.

La Reparación debe partir de la identificación del conjunto de necesidades de las  comunidades, así como los daños y vulneraciones asociadas a la falta de protección y cumplimiento de los deberes del Estado. Aquí se deben identificar los liderazgos naturales dentro de la comunidad, teniendo en cuenta que se requiere que hayan voceros autorizados, que estén legitimados por la comunidad, con mecanismos propios de participación. Las vocerías deberán garantizar la representación de las organizaciones que lideren los planes de reparación. 

El reto de la reparación debe ser la reconstrucción comunitaria de los territorios y el restablecimiento del tejido social destruido,  propiciando que las medidas de reparaciones tengan un significado concreto para la vida diaria de los sujetos colectivos cuyos derechos fundamentales han sido vulnerados, de tal modo que las expectativas de las víctimas se satisfagan.



La reparación debe estar referida al conjunto de medidas de restitución de los derechos de las víctimas, buscando además, mejorar su situación, así como promover reformas políticas y medidas económicas que impidan la repetición de las violaciones de los derechos humanos perpetradas en medio del conflicto armado interno. En este sentido la reparación debe estar orientada a establecer las condiciones para el ejercicio pleno de los derechos ciudadanos, con lo cual no se busca volver a la situación inicial, anterior a las violaciones, cuando la realidad de las víctimas estaba caracterizada por discriminación y exclusión social o política, sino superar esta anormalidad. Este enfoque proporciona un horizonte cercano al verdadero sentido de la reparación.  

Desde el punto de vista del Estado la reparación deberá convertirse en una oportunidad de integrar a las víctimas al entorno de que han hecho parte, así como prevenir nuevas violaciones de derechos en el futuro. Para las víctimas debe corresponder a la  superación del daño que han sufrido. Para ello se necesita establecer con claridad los criterios y mecanismos tendientes a que la reparación sea positiva y esté adaptada a las necesidades de las víctimas, de tal modo que no se centre sólo en asignar una mínima indemnización por las muertes de personas, pues en casi todos los casos las medidas de reparación se han enfocado exclusivamente en este aspecto; sino que también se debe asumir como fundamental la reparación en el ámbito, psicosocial, socioeconómico, cultural y territorial. 



En este sentido todas las medidas de reparación deben ser diseñadas como un conjunto de acciones destinadas a restituir los derechos y proporcionar a los beneficiarios suficientes elementos para mitigar el daño producido, promover su rehabilitación y compensar las pérdidas, a la vez que se promueve el desarrollo sustentable de los territorios. Es decir que las medidas de reparación deben ser integrales y coherentes para que sean eficaces.

Ante las condiciones de vulnerabilidad, desarraigo y empobrecimiento causado por la violencia, las acciones que promuevan la recuperación del entorno y motiven la creación de las condiciones que permitan a los pobladores retomar su proyecto de vida personal y familiar, así como el restablecimiento del tejido social y el ejercicio pleno de la ciudadanía, serán las opciones más acertadas en términos de Reparación.




[1] Jiménez Gómez, Carlos. (1986) Una procuraduría de opinión. Informe al Congreso y al País.  Bogotá: Printer Colombiana Ltda., diciembre de 1986, pp.118-119.
[2] Negociar con los Paramilitares. (2003).  Informe sobre América Latina N°5. Bogotá/Bruselas. ICG. 16 de septiembre de 2003. P 5.
[3] Olaya Rodríguez, Carlos Hernando. (2012 )Nunca más contra nadie, ciclos de violencia en la historia de San Carlos, un pueblo devastado por la guerra. Medellín, Cuervo editores, 397p.
[4] República de Colombia. Centro Nacional de Memoria Histórica. (2010) ¡Basta ya! Colombia: Memorias de Guerra y dignidad. Informe General Grupo de Memoria Histórica. Bogotá: Imprenta Nacional.
[5] Organización Internacional para las Migraciones. Misión en Colombia. Del daño a la reparación colectiva: la experiencia de 7 casos emblemáticos. Bogotá, Colombia. Agosto de 2012. 

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