Si se analiza a fondo las características del prolongado conflicto
armado en Colombia se puede observar, en su real dimensión, la grave afectación
social ocasionada por causa de este fenómeno de larga duración, medir sus
efectos sobre los territorios, identificar móviles, intereses y grupos
determinadores, al igual que asumir, en su justa proporción, las medidas de
reparación que requieren las víctimas del conflicto; medidas que, dentro de una
política pública coherente, han de ser orientadas hacia el fortalecimiento del
desarrollo social truncado por la guerra.
El período de violencia que inicia con el acuerdo
bipartidista denominado “Frente
Nacional”, que se prolonga hasta el presente, está caracterizado por la
aplicación de las doctrinas elaboradas en medio de la guerra fría, difundidas
por los dos bloques vencedores en la segunda guerra mundial; y por la política
de contención de la influencia de la revolución Cubana por parte de los
norteamericanos. En medio de esta contienda se alinearon las tres fuerzas
centrales del conflicto armado colombiano: fuerzas armadas estatales y grupos
paramilitares contra las organizaciones insurgentes.
Como parte de la doctrina de contrainsurgencia tendiente a
contener la propagación de la supuesta “revolución
comunista”, los militares organizaron grupos de autodefensa o “civiles”
armados. Simultáneamente se impulsó la construcción de obras públicas y el
desarrollo de algunos programas económicos para mejorar las condiciones que,
según se advertía, propiciaban “la
subversión armada”. Sobre esta base se fomentó la actuación de grupos de
civiles armados, lo cual tuvo su más alta expresión al inicio de la décadas de
los años 80, a tal punto que en una investigación de la Procuraduría General de
la Nación sobre el grupo Muerte a Secuestradores MAS, ordenada en octubre 1982
por el presidente de Colombia, Belisario
Betancur, allí se vinculó procesalmente a ciento sesenta y tres personas
relacionadas con la conformación de grupos paramilitares, de las cuales “cincuenta y nueve eran miembros activos de
la policía y el ejército, entre los que se encontraban altos oficiales,
suboficiales y soldados.”[1]
Este somero informe evidenció el grado de vinculación de
importantes grupos económicos privados y agentes del Estado, con el surgimiento
y extensión del paramilitarismo, convertido, a partir de la década de los años
ochenta, en un verdadero poder dentro de la sociedad y la institucionalidad
colombiana. Dicho poder se consolidó a través de la articulación dentro de esta
alianza de sectores vinculados con la boyante industria del narcotráfico. Esto
explica la fácil ampliación del radio de acción de los grupos paramilitares, lo
que a su vez propició que los capos del
narcotráfico consolidaran su poder económico como importantes dueños de
propiedades e inversiones y que llegaran a ocupar importantes espacios
políticos en el país.
El “período legal”
de los grupos de autodefensa se prolongó hasta 1989, cuando el presidente
Virgilio Barco calificó a los grupos paramilitares como organizaciones
terroristas advirtiendo que: “En
realidad, la mayor parte de sus víctimas no son guerrilleros. Son hombres,
mujeres e incluso niños, que no se han alzado en armas contra las
instituciones. Son colombianos pacíficos”. [2]
Sin embargo, presionado por las fuerzas armadas, el presidente Virgilio Barco
no cerró del todo las puertas a la existencia de los grupos paramilitares y permitió,
a través del decreto 815, la creación de grupos de civiles armados: “sólo con fines de colaboración” con los
organismos de seguridad del Estado. Esta salvedad fue argumentada por el
gobernador de Antioquia Álvaro Uribe Vélez para constituir, a mediados de la
década de los años noventa, las asociaciones de vigilancia denominadas “Convivir”. De esta manera se puede
apreciar que la contención estatal a las acciones paramilitares ha sido muy
limitada y que distintos agentes del Estado y políticos regionales han
contribuido a su proliferación.
Es claro entonces el papel desempeñado por las élites y
políticos regionales, en especial de terratenientes y sectores industriales que
han hecho fortuna en medio de la guerra, en el surgimiento y extensión del
paramilitarismo. Por eso han percibido las negociaciones de paz entre los
grupos guerrilleros y el gobierno que se han intentado desde 1982 como una
amenaza potencial contra sus intereses. La oposición de narcotraficantes,
terratenientes y sectores industriales y financieros a una posible redistribución de la tierra, el
poder y la riqueza del país como resultado de las negociaciones con las
guerrillas, ha generado una comunidad de intereses entre estos segmentos de la
sociedad.
Inicialmente los grupos paramilitares fueron creados para
actividades locales y regionales específicas, sin formar parte de una
organización centralizada. Pero, con el escalamiento de la guerra
antisubversiva y cuando se dio la desarticulación del llamado “cartel de Medellín”, los grupos que
combatieron a este cartel se reagruparon en las autodefensas unidas de Colombia
AUC a mediados de la década de los años noventa. Las AUC tuvieron como fuente
principal de ingresos el narcotráfico, tras arrebatarle las redes de este
negocio a los carteles de narcotraficantes o articulándolos dentro de su
estructura. Parte de sus utilidades fueron destinadas a la extensión de la guerra
por toda la geografía nacional, en medio de la cual despojaron de sus tierras a
los campesinos que no les eran afectos, tras instalarse en las regiones con
agudos conflictos por la tierra y en las áreas de marcada influencia
guerrillera. Después de su instalación en estas áreas, los grupos paramilitares
asumían el control, constituyéndose en ejecutores privados de la ley, en tanto
cometían infinidad de crímenes contra las personas asentadas en estas áreas.
Para justificar la matanza de campesinos, los promotores del
paramilitarismo apelaron al credo “anticomunista”
difundido por las fuerzas del Estado,
con el cual se disfrazaron los planes de negocios del narcotráfico, haciendo
práctica la máxima popular que dice: “en
río revuelto, ganancia de pescadores”. De esa forma fue como se asentaron
en ricas zonas agrarias, reconocidos jefes del narcotráfico, aliados de los
terratenientes y de organismos del Estado. Fue así como a través de la
violencia paramilitar se generó el desplazamiento masivo de los campesinos
hacia nuevas áreas de colonización y hacia las ciudades, una vez allí, los
campesinos hicieron contacto con las guerrillas que operaban en esos lugares,
lo que propició que grupos de jóvenes se vincularan a los movimientos alzados
en armas, de los que recibieron instrucción política y militar y, pasados
algunos años, regresaron a las zonas de donde habían salido, ampliando el radio
de operación de la subversión. [3]
De esa manera la guerra se fue escalando hasta llegar a niveles jamás
imaginados. Según el libro ¡Basta ya! Colombia: Memorias de Guerra y Dignidad
del Grupo de Memoria histórica, (2013),
“entre 1958 y 2012 el conflicto
armado ha ocasionado la muerte de por lo menos 220.000 personas, cifra que
sobrepasa los cálculos hasta ahora sugeridos”.[4]
A pesar de su escalofriante magnitud, estos datos son
aproximaciones que no dan plena cuenta de lo que realmente pasó, en la medida
en que parte de la dinámica y legado de la guerra es el anonimato, la
invisibilización y la imposibilidad de reconocer a todas las víctimas. Además
de la magnitud de muertos, los testimonios ilustran una guerra profundamente
degradada, caracterizada por un aterrador despliegue de sevicia por parte de
los actores armados sobre la población civil inerme. Esta ha sido una guerra sin
cuartel en la que, más que las acciones
entre combatientes, ha prevalecido la violencia desplegada sobre la población
civil.
En general, las características del prolongado conflicto
armado que aun padece Colombia es que la población civil se ha visto despojada
de su territorio, mientras su entorno social y familiar se destruye, sin que
las medidas de atención y reparación logren subsanar los daños causados,
teniendo estas un alcance muy limitado.
La atención a las poblaciones que soportaban la violencia
durante los años cincuenta y sesenta fue muy escasa. En los años ochenta,
cuando importantes movimientos sociales
y políticos fueron sometidos al exterminio sistemático por parte de escuadrones
de la muerte, la atención a las víctimas se homologó a la política para las
migraciones por razones económicas, caso del gobierno de Virgilio Barco,
(1986-1990). Luego se asimiló a la
atención a los damnificados por desastres naturales como ocurrió en el gobierno
de Cesar Gaviria (1990-1994). Sólo a mediados de los años noventa, la atención
a las víctimas de la violencia empezó a considerarse de acuerdo a los
postulados del Derecho Internacional Humanitario y de protección de los
Derechos Humanos.
Mediante la ley 387 de 1997 se reconoció el problema en términos propios, ante la
agudización del conflicto armado y la persistente acción colectiva de miles de
desplazados expulsados de las áreas rurales, que debieron acudir a distintos
mecanismos de presión para visibilizar su problemática. Sin embargo, la insuficiencia
en la atención a las poblaciones afectadas por la guerra se hizo cada vez más notoria, motivo por el cual, la
Corte Constitucional expidió una serie de sentencias en las que se reconoce la
vulneración de todos los derechos a las víctimas de la violencia y exige al Estado tomar todas
las medidas y realizar todas las acciones requeridas para el restablecimiento
de los derechos vulnerados. Aun así, la acción gubernamental sólo procuró una
ayuda humanitaria y tras un dispendioso y prolongado trámite otorgó algunas
indemnizaciones a quienes hicieron los reclamos o demandaron por vía
administrativa, pero en su mayoría, las víctimas continuaron en la
incertidumbre sobre su situación futura.
Producto de la negociación con los paramilitares se expidió
la denominada ley de justicia y paz (ley 975 de 2005), mediante la cual se le
asignaron funciones a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación CNRR,
para que, además de estudiar las causas del surgimiento de los grupos
irregulares, hiciera recomendaciones al gobierno en cuanto a la reparación
integral a las víctimas de la violencia.
En el año 2007, en cumplimiento de las disposiciones del
artículo 49 de la Ley 975 de 2005, con el apoyo de la Agencia del Gobierno de
Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) y la Organización
Internacional para las Migraciones (OIM), la CNRR promovió el establecimiento
de varias experiencias piloto para la elaboración, desde un trabajo de campo,
de una política pública en torno a la reparación colectiva en comunidades
gravemente afectadas por el conflicto armado.[5]
En los pilotos se probarían metodologías en diferentes
contextos y se recogerían elementos que permitieran plantear acciones públicas
coherentes y articuladas para la atención a las víctimas. Los pilotos se
ubicaron en: Corregimiento Libertad, San Onofre Sucre; comunidad
afro-colombiana, Buenos Aires, Cauca; comunidad del corregimiento la Gabarra,
Tibú, Norte de Santander; comunidad de la Inspección el Tigre, Valle del
Guamuéz, Putumayo; comunidad del corregimiento el Salado, Carmen de Bolívar;
Asociación de Trabajadores Campesinos del Carare, corregimiento la India,
Landázuri, Santander; y la Universidad de Córdoba. Dentro de estas experiencias
piloto se consideró también a los sectores sindicales duramente golpeados por
la violencia. La CNRR, por su parte, asumió la responsabilidad de conducir,
coordinar y supervisar la ejecución, evaluar los pilotos y acompañar a las
comunidades en la formulación de sus propuestas.
La reflexión en torno a estas experiencias, junto a la
incorporación de las disposiciones en materia de restablecimiento de derechos
dictadas por organismos judiciales (caso Manpujan y San Cayetano, Bolívar), y
de organismos internacionales, se constituyó en la base conceptual para la
expedición de las recomendaciones que la CNRR planteó al gobierno nacional,
dentro de las cuales le asignó la tarea de implementar un programa de
Reparación Colectiva destinado a reconocer, reparar y dignificar a las víctimas
del conflicto y promover los derechos de
los ciudadanos afectados por la violencia.
Estas recomendaciones fueron ratificadas por la Ley 1448 de
2011, conocida como la ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, integrada
al modelo de Justicia Transicional, ley reglamentada mediante el decreto 4800
de 2011; disposiciones a través de las cuales se dictan medidas de atención,
asistencia y reparación integral a las víctimas del conflicto armado interno y
se les reconoce el derecho a una reparación.
Lo anteriormente expuesto significa que desde hace tiempo se
viene analizando a fondo la manera de resolver la grave afectación social causada
por el conflicto armado, pero en términos reales, los resultados de las
políticas públicas puestas en práctica han sido
insuficientes. En realidad lo que ha sucedido es que la acción
gubernamental se ha enfocado sólo en la disposición de una mínima ayuda
humanitaria, en tanto que las condiciones de vulnerabilidad y pobreza de las
víctimas se mantienen peor de cómo se presentaba en los momentos previos a la
agudización del conflicto armado a mediados de la década de los años noventa.
Es evidente que la política de reparación está en
construcción, con grandes vacíos procedimentales. La falta de precisión en
torno a los responsables de esta medida y el alcance de las acciones es una de
las dificultades a superar. A esto se agrega la desatención a las regiones y la
deficiencia institucional para responder adecuadamente a las obligaciones
básicas de un Estado Social de Derecho.
Nosotros, dada la magnitud de los daños y perjuicios
ocasionados a las comunidades por causa del conflicto armado, planteamos que
los planes de Reparación deben asumirse como un proceso de reconstrucción, que
corresponda a la devastación ocasionada por la guerra. Estos planes deben
articularse de manera coherente con el conjunto de medidas de reparación
previstas por los distintos organismos del Estado, junto a las políticas de atención
a las regiones impulsadas por el gobierno; advirtiendo que estas deben ser
complementarias pero sin confundirse. A ello hay que agregar el abandono
Estatal durante los años de conflicto y el resultante atraso en infraestructura
pública y de equipamiento básico para que esta falencia también sea subsanada.
Es decir que la Reparación debe plantearse de tal modo que el
resultado esperado sea diferente al estado de cosas actual. Además, la
formulación del programa integral de reparación debe partir del análisis y
valoración objetiva de las perspectivas reales de desarrollo de los municipios y orientar las acciones en esa
dirección.
El eje rector de los planes de Reparación debe ser el
fortalecimiento de iniciativas comunitarias y de organización colectiva,
buscando generar sentido de pertenencia e identidad local y regional. El
mejoramiento de los lazos sociales y el fomento de la participación de la
población en espacios organizativos y en los procesos de toma de decisiones, propician
la construcción de comunidades capaces de gestionar su propio desarrollo en la
búsqueda del bienestar y neutralizar posibles desvíos de los objetivos
definidos colectivamente.
La idea central para la Reparación debe ser la creación de
condiciones que propicien calidad de vida que permita el desarrollo personal y
grupal, buscando que las comunidades sean
pro-activas, integradas al desarrollo social e institucional de los
municipios y las regiones, aportando desde el trabajo comunitario; articuladas
en procesos participativos, de diálogo e interlocución en los conflictos que
las afectan, fomentando la conciencia de la necesidad de fortalecer la
gobernabilidad y de construir una verdadera democracia.
La Reparación debe partir de la identificación del conjunto
de necesidades de las comunidades, así
como los daños y vulneraciones asociadas a la falta de protección y
cumplimiento de los deberes del Estado. Aquí se deben identificar los
liderazgos naturales dentro de la comunidad, teniendo en cuenta que se requiere
que hayan voceros autorizados, que estén legitimados por la comunidad, con
mecanismos propios de participación. Las vocerías deberán garantizar la
representación de las organizaciones que lideren los planes de reparación.
El reto de la reparación debe ser la reconstrucción
comunitaria de los territorios y el restablecimiento del tejido social
destruido, propiciando que las medidas
de reparaciones tengan un significado concreto para la vida diaria de los
sujetos colectivos cuyos derechos fundamentales han sido vulnerados, de tal
modo que las expectativas de las víctimas se satisfagan.
La reparación debe estar referida al conjunto de medidas de
restitución de los derechos de las víctimas, buscando además, mejorar su
situación, así como promover reformas políticas y medidas económicas que
impidan la repetición de las violaciones de los derechos humanos perpetradas en
medio del conflicto armado interno. En este sentido la reparación debe estar
orientada a establecer las condiciones para el ejercicio pleno de los derechos
ciudadanos, con lo cual no se busca volver a la situación inicial, anterior a
las violaciones, cuando la realidad de las víctimas estaba caracterizada por
discriminación y exclusión social o política, sino superar esta anormalidad.
Este enfoque proporciona un horizonte cercano al verdadero sentido de la
reparación.
Desde el punto de vista del Estado la reparación deberá
convertirse en una oportunidad de integrar a las víctimas al entorno de que han
hecho parte, así como prevenir nuevas violaciones de derechos en el futuro.
Para las víctimas debe corresponder a la
superación del daño que han sufrido. Para ello se necesita establecer
con claridad los criterios y mecanismos tendientes a que la reparación sea
positiva y esté adaptada a las necesidades de las víctimas, de tal modo que no
se centre sólo en asignar una mínima indemnización por las muertes de personas,
pues en casi todos los casos las medidas de reparación se han enfocado exclusivamente
en este aspecto; sino que también se debe asumir como fundamental la reparación
en el ámbito, psicosocial, socioeconómico, cultural y territorial.
En este sentido todas las medidas de reparación deben ser
diseñadas como un conjunto de acciones destinadas a restituir los derechos y
proporcionar a los beneficiarios suficientes elementos para mitigar el daño
producido, promover su rehabilitación y compensar las pérdidas, a la vez que se
promueve el desarrollo sustentable de los territorios. Es decir que las medidas
de reparación deben ser integrales y coherentes para que sean eficaces.
Ante las condiciones de vulnerabilidad, desarraigo y
empobrecimiento causado por la violencia, las acciones que promuevan la
recuperación del entorno y motiven la creación de las condiciones que permitan
a los pobladores retomar su proyecto de vida personal y familiar, así como el
restablecimiento del tejido social y el ejercicio pleno de la ciudadanía, serán
las opciones más acertadas en términos de Reparación.
[1] Jiménez
Gómez, Carlos. (1986) Una procuraduría de opinión. Informe al Congreso y al
País. Bogotá: Printer Colombiana Ltda.,
diciembre de 1986, pp.118-119.
[2] Negociar
con los Paramilitares. (2003). Informe
sobre América Latina N°5. Bogotá/Bruselas. ICG. 16 de septiembre de 2003. P 5.
[3] Olaya
Rodríguez, Carlos Hernando. (2012 )Nunca más contra nadie, ciclos de violencia
en la historia de San Carlos, un pueblo devastado por la guerra. Medellín,
Cuervo editores, 397p.
[4] República
de Colombia. Centro Nacional de Memoria Histórica. (2010) ¡Basta ya! Colombia:
Memorias de Guerra y dignidad. Informe General Grupo de Memoria Histórica.
Bogotá: Imprenta Nacional.
[5] Organización
Internacional para las Migraciones. Misión en Colombia. Del daño a la
reparación colectiva: la experiencia de 7 casos emblemáticos. Bogotá, Colombia.
Agosto de 2012.
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